Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor?
Cuando el Señor Jesús se dirigía a Dios, solía hacerlo como “Padre” o “Padre mío”, mostrando así la intimidad de esta relación. A veces, esta expresión enfatiza la relación eterna entre el Padre y el Hijo. Muy a menudo indica la dependencia del Hijo en Dios Padre. Cuando el Señor Jesús dice “Dios mío”, entonces se enfatiza su relación con Dios como hombre y, como tal, lo honró, mientras que todos los hombres lo han deshonrado. Por eso se abrieron los cielos sobre él y se oyó la voz del Padre que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mt. 3:17).
¡Qué difícil debe haber sido para Jesús, después de tres años de servicio público y fidelidad a Dios, ser desamparado por Dios durante esas tres horas de tinieblas en la cruz! La noche anterior, él estuvo orando en el jardín de Getsemaní. El Hombre perfectamente dependiente y obediente pidió si era posible que esa copa pasara de él. Al día siguiente, en la cruz, él sufrió primeramente de manos de los hombres y por los ataques del enemigo. Sin embargo, lo que aterró su alma en Getsemaní vino después: el horror de las tres horas de tinieblas, cuando el Santo de Dios fue desamparado por su propio Dios. Esas horas fueron lo más terrible para él, pero era la única manera en que Dios podía tratar el tema del pecado. Allí fue “hecho pecado” (2 Co. 5:21) y se convirtió en el sacrificio por el pecado, nuestro Sustituto. El Justo sufrió por nosotros, los injustos, “para llevarnos a Dios” (1 P. 3:18). Dios se ocupó de la raíz del mal, el pecado -nuestra naturaleza pecaminosa- y juzgó a Cristo por nosotros.
El Señor Jesús también confesó como suyos todos los actos pecaminosos que hemos cometido, y soportó el castigo que ellos merecían. Los hechos, las palabras y los pensamientos de Cristo fueron siempre agradables a Dios, pero entonces en aquellas horas de tinieblas él tomó nuestro lugar: Aquel que “no conoció pecado”, por nosotros fue hecho pecado.
Alfred E. Bouter