El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. De manera que nosotros de aquí en adelante a nadie conocemos según la carne.
En Romanos 8 aprendemos que nada puede separarnos del amor de Cristo. En Efesios 3 se nos enseña que Cristo debe habitar en nuestros corazones por la fe, y que así llegaremos a conocer más y más acerca de su amor. Aquí, en 2 Corintios 5, se nos dice que el amor de Cristo debe tener un efecto práctico en nuestras vidas. El amor de Cristo se manifestó en su muerte: estuvo dispuesto a morir por usted y por mí, él, el “Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá. 2:20). Sin embargo, al meditar en el hecho de que el Hijo de Dios tuvo que morir para liberarnos, nos damos cuenta de la gravedad de la condición en la que todos estábamos: muertos en nuestros delitos y pecados, y muertos para Dios.
Contemplar este amor debería generar un efecto práctico en nuestras vidas. Debería constreñirnos a no vivir más para nosotros mismos, sino que vivamos solamente para el Señor Jesús, quien murió y resucitó por nosotros.
El rey Manasés en el Antiguo Testamento (2 Cr. 33) es un ejemplo de alguien que fue constreñido por el amor de Dios a dejar de vivir para sí mismo. El comienzo de su vida se caracterizó por la idolatría y todo tipo de maldades. Fue hecho prisionero en Babilonia y clamó a Dios. En su extraordinaria gracia, Dios lo escuchó y lo devolvió a su reino en Judá. Manasés experimentó un cambió “de aquí en adelante”, pues destruyó todos los ídolos, trató de corregir todo el mal que había hecho anteriormente; reparó el altar de Jehová y se convirtió en un adorador. Que nosotros también vivamos “de aquí en adelante” solo para el Señor.
Kevin Quartell