Murió Sara en Quiriat-arba, que es Hebrón, en la tierra de Canaán; y vino Abraham a hacer duelo por Sara, y a llorarla.
Una de las experiencias más dolorosas en nuestra vida es la muerte de un ser querido. Es natural llorar en tales ocasiones, pues las lágrimas nos permiten expresar nuestro dolor. Cuando el Hombre perfecto, el Señor Jesús, vio llorar a María y a los que estaban con ella, él también lloró; dejándonos así el ejemplo de llorar con los que lloran (Ro. 12:15). En esos momentos podemos sentir el consuelo de Dios, pues él verdaderamente es “Padre de misericordias y Dios de toda consolación” (2 Co. 1:3). Consuela haciendo sentir su presencia, y también utilizando a los suyos para traer palabras de aliento y consuelo por medio de su Palabra. Su consuelo no acaba allí, pues después de un funeral, cuando todos se van, él no te dejará, sino que, de diversas maneras, continuará otorgándote consuelo y esperanza. ¡Qué gran bendición es experimentar el consuelo de Dios para el tiempo presente!
Pero también está la promesa de Dios para el futuro, pues “el postrer enemigo que será destruido es la muerte” (1 Co. 15:26). “Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego” (Ap. 20:14). La larga noche de lágrimas finalizará cuando venga el Señor Jesús, que es “la estrella resplandeciente de la mañana”; y entonces “por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría” (Sal. 30:5). Por lo tanto, no nos entristezcamos como los que no tienen esperanza, “porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras” (1 Ts. 4:13, 16-18).
Richard A. Barnett