Hijitos míos, les escribo estas cosas para que no pequen. Y si alguien peca, tenemos Abogado para con el Padre, a Jesucristo el Justo.
(1 Juan 2:1 NBLA)
“Si alguien peca, tenemos…” ¿Qué cosa? ¿La sangre para volver a ella? ¡No! Nótese bien lo que el Espíritu santo declara: “Tenemos Abogado para con el Padre, a Jesucristo el Justo”. ¿Por qué dice “el Justo”? ¿Por qué no dice: El benigno, el misericordioso, el que se compadece? ¿No es él todo eso? Con toda seguridad; pero ninguno de esos atributos tendría aquí su lugar adecuado. El bienaventurado apóstol pone ante nosotros la consoladora verdad de que, en todos nuestros errores, pecados y fracasos, tenemos siempre un representante “justo” delante del Dios justo, del Padre santo, de forma que nuestros asuntos jamás pueden fracasar. Él vive siempre para interceder por nosotros; y gracias a que vive siempre, él es capaz de “salvar perpetuamente” –hasta llegar al mismo final– “a los que por él se acercan a Dios” (He. 7:25).
¡Qué sólido es el consuelo que yace aquí para el pueblo de Dios! ¡Y cuánto necesitan nuestras almas estar bien asentadas en el conocimiento y la percepción de ello! Hay quienes poseen una percepción imperfecta de la verdadera posición del cristiano, pues no ven lo que Cristo ha hecho por ellos en el pasado; otros, por el contrario, tienen un concepto muy parcial del estado del cristiano, que no ven cuán necesario es lo que Cristo está haciendo ahora por nosotros.
Ambas visiones necesitan ser corregidas. La perfección de nuestra posición es tal, que el apóstol puede decir: “Como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Jn. 4:17). Si esto fuera todo, entonces ciertamente no necesitaríamos el sacerdocio o la abogacía de Cristo; pero, por otro lado, nuestro estado es tal, que el apóstol tiene que decir: “Si alguien peca”. Esto demuestra que necesitamos de continuo al Abogado. Y, bendito sea Dios, lo tenemos continuamente; lo tenemos viviendo siempre por nosotros.
C. H. Mackintosh
