Rebosa mi corazón palabra buena; dirijo al rey mi canto; mi lengua es pluma de escribiente muy ligero. Eres el más hermoso de los hijos de los hombres; la gracia se derramó en tus labios; por tanto, Dios te ha bendecido para siempre.
¡Qué hermoso ver cómo el corazón del salmista se desborda tan espontáneamente! Ciertamente no era algo que la ley le exigiera, sino que fue consecuencia de su contemplación del Rey, que es obviamente el Señor Jesús, aunque todavía no había sido revelado en ese momento. Podemos estar seguros de que Dios le había dado al salmista una maravillosa anticipación de la gloria del Mesías venidero. Esto hizo que su corazón se conmoviera profundamente. De este modo, esta «composición» suya, la cual, sin duda alguna, nos muestra que todo creyente puede ser capaz de componer su propio cántico de alabanza al bendito Hijo de Dios. De hecho, una adoración tan espontánea debería surgir del corazón de todo creyente, especialmente cuando nos reunimos para recordar al Señor Jesús en el partimiento del pan.
“Eres el más hermoso de los hijos de los hombres”, esto sin duda que es cierto, pero también queda corto de poder expresar lo que él realmente es, pues el Señor Jesús está infinitamente por encima de cualquier comparación con los hombres. De hecho, contrasta más bien con ellos, pues es el único Hermoso. Durante los 33 años en los que el Señor Jesús anduvo en esta tierra, ciertamente la gracia se derramó en sus labios de una forma maravillosa. Bien se dijo que jamás hombre alguno habló como este Hombre (Jn. 7:46). También, en Nazaret, “todos daban buen testimonio de él, y estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca” (Lc. 4:22). La misma gracia con la que hablaba fue la que lo condujo a ir voluntariamente a la cruz para sufrir por nuestros pecados.
“Por tanto, Dios te ha bendecido para siempre”. Aunque no se nos dice aquí cuál es esta bendición, sabemos que Dios lo resucitó de entre los muertos y lo glorificó a su diestra con gloria eterna. ¡Alabémoslo entonces con todo nuestro corazón!
L. M. Grant