David… vino delante de Jonatán, y dijo… ¿Cuál es mi maldad, o cuál mi pecado contra tu padre, para que busque mi vida? Él [Jonatán] le dijo:… He aquí que mi padre ninguna cosa hará, grande ni pequeña, que no me la descubra.
Estar constantemente en la odiosa presencia de Saúl le estaba empezando a pasar factura a Jonatán. No le había quedado claro que el deseo de matar a David nunca desapareció del corazón de su padre. Confió en su palabra y se mantuvo en esta actitud ambigua: Amar a David y acompañar a Saúl. ¡Cuántas personas permanecen en situaciones similares con aquellos que odian a su amado Salvador! Creen erróneamente que pueden convencer al que odia que se pase a las filas del odiado, pero la experiencia demuestra que la intención nunca se ha traducido en realidad: Este escenario se ha repetido muchas veces.
Cuando David no se presentó a la mesa de Saúl, el rey asumió en su corazón que David no estaba purificado y que no llegaría. Sin embargo, cuando Jonatán le explicó el motivo de la ausencia de David, la ira de Saul hacia David se desbordó y culminó en una reprimenda pública a su hijo y heredero, a quien trató de forma muy despectiva. Tales insultos fueron lo suficientemente duros como para enfurecer al más apacible de los hombres. El amor de Jonatán se vio probado severamente ante la ira de su padre. Por lo tanto, se atrevió a preguntarle a Saúl cuál era la razón de su ira, pero esto solo logró que él intentara matarlo (v. 32-33). Ofendido, Jonatán fue a ver a David. Cuando se encontraron, ambos lloraron como lloran aquellos que aman.
Sin embargo, no se quedó con David, sino que volvió a la ciudad. En su corazón, este fue el comienzo de la separación de David. Sí, amaba a David, pero había tomado una decisión: Por ahora serviría en la corte de Saúl, y algún día estaría con David. Más adelante, él le contó a David cuál era su deseo: “Tú reinarás sobre Israel, y yo seré segundo después de ti; y aun Saúl mi padre así lo sabe” (1 S. 23:17). Pero, por ahora, Jonatán prefería quedarse con «lo mejor de los dos mundos». La triste realidad es que nadie puede servir a dos señores (Lc. 16:13).
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