Habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!
Si un hombre puede decir desde lo profundo de su corazón: “¡Abba, Padre!”, entonces tal hombre posee el Espíritu Santo (Ro. 8:15; Gá. 4:6). Tal hombre ha sido convencido de pecado, y ha creído que el Señor Jesús es el único y perfecto Salvador, quien ha consumado la obra que le fue encomendada por el Padre. Es verdad, aún le queda mucho por aprender, mucho que corregir tal vez, mucho que olvidar, mucho que modificar en lo que respecta a su condición espiritual, pero es consciente de su relación con Dios. Esto no es la conversión; un pecador, como tal, no puede ser sellado con el Espíritu Santo. Dios no puede poner su sello sobre el pecado; pero cuando un hombre ha sido purificado por la sangre de Cristo, entonces el Espíritu viene a morar en él.
Vemos la diferencia en el caso del hijo pródigo (Lc. 15). Volvió en sí y reconoció su pecado. Luego se levantó y se dirigió a la casa de su padre. Se había convertido de verdad; pero aún no tenía puesto el mejor vestido, ni en el anillo en su mano, ni el calzado en sus pies. Aún no se había encontrado con su padre; sabía bien que en la casa de su padre hallaría bondad y felicidad, pero no sabía si sería recibido para entrar en ella. No se sentía hijo, aunque lo era. Dijo: “No soy digno de ser llamado tu hijo” (Lc. 15:19). Esto no es el espíritu de adopción, por el cual clamamos “¡Abba, Padre!”.
¡Cuántas almas sinceras y verdaderamente convertidas se hallan en este estado! Hay muchas personas que, a causa de una mala enseñanza, temen decir que son hijos de Dios; pero cuando se encuentran en la presencia de Dios, entonces, desde lo profundo de sus corazones, gritan sin vacilar: “¡Abba, Padre!” Esta falta de libertad y de poder para decir: «Soy un hijo de Dios», es resultado de una mala enseñanza. Pero si el alma ha sido realmente sellada, y se encuentra en la presencia de Dios y habla con él, entonces sabe bien que él es su Padre. Comprende y siente esa relación con él.
J. N. Darby