Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis.
La carne no tiene nada que ofrecerle a Dios, pues todos sus pensamientos, esperanzas y ambiciones giran en torno al yo. ¿No ha experimentado sus detestables operaciones, abriéndose camino cuando usted menos lo esperaba? Quizás el Señor lo ayudó grandemente en algún servicio para él, pero en lugar de humillarse por la gracia que le concedió, en su interior creció un júbilo egoísta, como si por sus propias fuerzas hubiera realizado tal obra. O, tal vez, el servicio fue un fracaso, y se deprimió en demasía, no porque el Señor haya sido deshonrado, sino porque usted no brilló como esperaba. Esa fue la carne, buscando todo para sí misma.
No supongamos que la carne se puede mejorar. A menudo se entromete en las cosas divinas, pero incluso allí vela solo por sí misma. No puede ser educada, persuadida o azotada para que se someta a la ley de Dios, porque su naturaleza es contraria a esa ley (cf. Ro. 8:7).
Esta es una lección que todos debemos aprender, aunque tal aprendizaje sea siempre un proceso amargo. El progreso de esta lección lo hallamos en Romanos 7. (1) Desea hacer lo que es bueno y se desilusiona cuando se da cuenta que solo hace lo malo. (2) Busca la razón de esto y se decepciona cuando descubre que su carne no puede producir nada bueno. (3) Hace grandes esfuerzos para deshacerse de esta terrible carga, y la desesperación le sobrecoge cuando se da cuenta que todos estos esfuerzos son en vano. (4) Entonces, cuando ya no sabe qué hacer y abandona la lucha, la carga es levantada por alguien más. La luz del alba aparece y se hace evidente el camino de la liberación por medio del Señor Jesús. Si nos conformamos con andar según la carne, entonces nunca conoceremos el gozo y la libertad del poder sobre ella. La victoria, el gozo y la alabanza serán los frutos de un verdadero ejercicio del alma.
J. T. Mawson