Guárdame, oh Dios, porque en ti he confiado.
Siempre, en toda circunstancia, es con Dios con quien “tenemos que dar cuenta” (He. 4:13). Las personas que siempre buscan causas secundarias son llevadas a la infidelidad práctica; y lo mismo ocurre, en cierta medida, con el cristiano. Si se apega a las circunstancias, se olvida que está tratando con Dios.
Cuando llegamos a conocer verdaderamente a Dios, lo conocemos como lo que es: amor. Entonces, al saber que todo proviene de él, aunque estemos en un mundo que es como un desierto para nuestras almas, interpretamos todo según su amor. Puedo ser llamado a pasar por el dolor, el sufrimiento, y la prueba como parte de su disciplina; pero todo lo que viene de Dios proviene de una fuente en la que he puesto mi confianza. A través de las circunstancias, lo veo a él; y nada puede separarme de su amor (Ro. 8:38-39).
A menudo nos enfocamos más en las circunstancias en las que nos encontramos, prestando atención a nuestros sentimientos y a nuestro propio juicio acerca de ellas. Sin embargo, no deberíamos estar enfocados en las circunstancias, sino en el propósito de Dios en ellas. Puede que exista algún mal escondido (una de las 10.000 cosas que, si se les da cabida, obstaculizan nuestra comunión con Dios) obrando en mi corazón, pero no soy consciente de ello. Pues bien, Dios envía algunas circunstancias para descubrir a mis ojos el mal para poder juzgarlo delante de él. ¿No es esto una bendición? La circunstancia no crea el mal que causa; solo actúa sobre lo que halla en mi corazón, y lo lo manifiesta. Cuando el mal queda al descubierto, todas las circunstancias pasan al olvido –solo queda a la vista el propósito de Dios.
Si hay circunstancias que prueban y desconciertan nuestros corazones, digamos sencillamente: «Estoy tratando con Dios; ¿qué quiere hacer conmigo?» Desde el momento en que el corazón reconoce la presencia de Dios, todo está dicho: el corazón se somete. El alma está en comunión con Dios en cuanto a las circunstancias.
J. N. Darby