Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo.
Los ángeles suelen llamar a Jesús “Señor”, pero cuando ascendió en gloria, los ángeles dijeron: “Este mismo Jesús”. Ahora que nuestro Señor se ha ido al cielo, revestido de toda la majestad que le corresponde, nuestro Dios no quiere que pensemos que no es el mismo que caminó por las polvorientas calles de Judea y Galilea, repartiendo misericordia y sanación por doquier. Aunque resplandece con una gloria superior al brillo del sol, Jesús es exactamente el mismo Salvador que se sentó junto al pozo de Sicar.
Juan, que se recostaba en el pecho del Señor, no perdió al Amigo de tierno corazón. Pedro, que siempre estuvo junto a él, y que le dijo: “Tú tienes palabras de vida eterna”, verá al mismo bendito Salvador. Lázaro, que se sentaba a la mesa con él, al igual que Zaqueo, que se subió a un sicómoro para verlo, verán regresar al mismo Jesús.
Las palabras de los ángeles bien podían hacer comprender a los discípulos esta preciosa verdad: Aquel que conocieron en la tierra sería para siempre el mismo. Ninguno de ellos había perdido al Salvador que había transmitido paz a sus corazones. Habría sido tan natural para ellos sentir que su Señor, ahora exaltado y trasladado tan maravillosamente al cielo, ya no sería el mismo que los había alimentado con los panes y los peces en el desierto.
Aquel cuya voz tan a menudo calmó los temores de sus discípulos en problemas, cuando habló palabras de paz y perdón a sus corazones, iba a volver. Sin duda alguna, las palabras de los ángeles, que les otorgaron la seguridad de que Aquel que volvería sería el mismo Jesús, fueron de un consuelo inconmensurable para sus corazones.
¡Qué maravilloso que el Cristo en la gloria sea el Cristo que trabajó en el taller del carpintero! Tiene el mismo amor, la misma paciencia, la misma bondad, aunque ahora está sentado a la diestra de Dios. Aquel que nos anima en nuestro camino, aquel que cuida de nosotros como Pastor por sus ovejas, es el mismo que volverá.
L. Sheldrake