Al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra.
Estos sabios de oriente eran mucho más sabios que muchos líderes religiosos de hoy en día, los cuales honran a la madre del Señor Jesús tanto como a Él mismo. Aunque su madre estaba allí, los sabios solo lo adoraron a Él; los presentes eran solamente para Él, los cuales a su vez hablan tan elocuentemente de su bendita Persona.
El oro habla de la gloria de Dios, lo cual nos recuerda 2 Corintios 4:6: «Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo». El incienso (cuyo nombre en hebreo significa «blanco») habla de la pureza de la humanidad del Señor Jesús, tan preciosa y fragante para Dios. La mirra, una sustancia de olor agradable, pero de gusto amargo, evoca la angustia y la amargura del sacrificio del Señor Jesús en la cruz, cuyos resultados son de sublime bendición y dulzura para todos los que confían en Él.
¿María se habrá sentido desplazada cuando esos regalos fueron dados a su pequeño Niño, y no a ella? No, ¡para nada! La humildad de su fe se había mostrado mucho antes, cuando le dijeron que había sido escogida por Dios para dar a luz al Señor de gloria. En ese momento, ella dijo: «Mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha mirado la bajeza de su sierva» (Lucas 1:47-48). Ciertamente ella se alegró grandemente al ver al Niño siendo honrado por estos sabios, los cuales habían venido desde lejos con el solo propósito de ver al Rey que había nacido.
Leemos que se le dijo a María: «Bendita tú entre las mujeres». Pero Aquel a quien había dado a luz es bendito por la eternidad por sobre toda la humanidad y por sobre todo el universo. El mayor honor que poseemos es poder caer a Sus pies en alabanza y adoración.
L. M. Grant