Habiendo oído al rey, se fueron; y he aquí la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos, hasta que llegando, se detuvo sobre donde estaba el Niño.
Los astrónomos modernos han buscado, sin éxito alguno, encontrar alguna explicación para la aparición de esta estrella. Pero ¿cómo supieron estos sabios que esta era la estrella del Rey de los Judíos que había nacido? Es evidente que la aparición de esta estrella fue un verdadero milagro, y que solo Dios pudo haberles revelado a los sabios que esta era la estrella del rey de Israel. Este fue el motivo por el cual ellos se dirigieron a Israel. De hecho, le dijeron a Herodes que habían visto la estrella del rey en el oriente. Entonces, luego de su reunión con Herodes, ellos se alegraron al ver nuevamente la estrella, lo que los llevó exactamente al lugar donde estaba el Señor Jesús, en cierta casa.
Por lo tanto, es imposible que esta estrella fuera una de las innumerables estrellas que orbitan en los cielos. Estas se encuentran tan distantes que no podrían señalar una casa en particular, con la suficiente precisión de guiar a alguien allí. Todo esto provino de la mano de Dios. Claramente, Él estaba despertando los corazones de los gentiles a lo lejos, instándolos a realizar un largo viaje para ver a este Rey. Herodes, que reinaba en Israel, no recibió tal revelación, y el solo pensamiento de un nuevo Rey despertó la oposición de su corazón egoísta.
Hay algo importante de considerar: Cristo nació «Rey de los judíos», lo cual es inusual. Uno puede nacer como príncipe, pero no como rey. Pero Él es infinitamente diferente. No era sucesor de Herodes, ni de ningún rey terrenal. Al venir en gracia a su propia creación, Él tenía derecho de recibir toda autoridad. Él era el «Rey de Israel», pero no solo eso. Más adelante se le llama «Rey de reyes y Señor de señores» (Apoc. 19:16). Estos sabios de oriente lo alabaron con corazones adoradores. Sin embargo, al mismo tiempo, Herodes y toda Jerusalén se turbaron profundamente, pues no querían la intervención de la autoridad divina.
L. M. Grant