Conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra.
Sí, la fe puede ver. Ve más allá de grandes distancias y obstáculos; ve lo que aún no sucede. No es ciega. La vista de la fe es tan segura y certera que continuará hasta el fin, a pesar de las pruebas que pueda enfrentar. No se exaspera, ni entra en pánico. Posee una calma que solo puede ser explicada por Aquel de quien proviene. Esto es lo que necesitamos hoy en día.
Consideremos a Sadrac, Mesac y Abed-nego delante del rey Nabucodonosor. Aquel orgulloso rey quería que los hijos de Dios se postraran delante de su imagen idolátrica, si no lo hacían, entonces serían lanzados a un horno de fuego ardiente. Además, él se jactó diciendo: «¿qué dios será aquel que os libre de mis manos?» (Dan. 3:15). Sobre ellos colgaba una sentencia de muerte, e incluso les dijeron que su Dios no era nadie. Dios vio y lo oyó desde su trono en el cielo. Él no envió un rayo para golpear a ese rey arrogante, ni abrió la tierra para que lo tragase de la faz de la tierra. Entonces ¿Dios no hizo nada? Él le dio a sus hijos una respuesta de fe: «Nuestro Dios a quien servimos puede librarnos… Y si no… no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado» (Dan. 3:17-18). Esa respuesta solo podía provenir de una fe que ve a lo lejos –mucho más allá del ahora, más allá de la muerte–, a los planes eternos de un Dios eterno. Esa fe pronto fue honrada gloriosamente. La verdadera fe ve lejos y claro, aunque quizás no perfectamente. Ve las promesas de Dios a lo lejos y se mantiene mirando a Jesús.
Vivimos en días que claman por hombres y mujeres y niños que permanezcan firmes junto al Señor Jesucristo. Abundan las distracciones del mundo y las tentaciones, pero la gracia divina ha puesto nuestras manos en el arado, y no podemos mirar atrás.
N. Oloniyo