Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo. Porque en Él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros estáis completos en Él, que es la cabeza de todo principado y potestad.
Tal es la doctrina relativa a la posición del creyente en el Señor Jesucristo. Todo está involucrado en ella: total remisión de pecados, justificación divina, completa aceptación, seguridad eterna, perfecta comunión con Cristo en toda su gloria. Esta doctrina lo comprende todo. ¿Qué se le podría añadir a Aquel que está completo? ¿Podrá la «filosofía», «las tradiciones de los hombres… los rudimentos del mundo», o cualquier otra cosa, añadir una tilde o una jota a quien Dios ha declarado «completo»?
Tampoco debemos, en manera alguna, considerar esto como algo a lo que el cristiano aún debe llegar, o que no ha alcanzado todavía, como algo hacia lo cual prosigue con perseverancia. No, este estado de perfección es la porción del más débil, del menos instruido, del menos experimentado de los hijos de Dios. El más pequeño de los santos está comprendido en el «estáis completos». Todos los hijos de Dios están completos en Cristo.
Pero tal vez alguien dirá: «si esto es así, ¿no tenemos, pues, ningún pecado, ni defectos, ni imperfecciones?» Ciertamente que sí. Tenemos pecado en nosotros, pero no sobre nosotros. Además, ante Dios no estamos en nuestro «yo», sino en el Señor Jesús a la diestra del Padre. «En Él» estamos completos. Nuestro Padre nos ve en su Amado. Esta es nuestra posición inmutable y eterna. No estamos en la carne, aunque la carne está en nosotros. Estamos unidos al Señor Jesús en gloria en el poder de una vida nueva y eterna. El Señor Jesús ha quitado todo lo que estaba en nuestra contra, acercándonos al Padre y el mismo favor que Él mismo goza en su presencia, permitiéndonos disfrutarla también. El Señor Jesús es nuestra justicia y nuestra vida. Esto pone fin a toda objeción, y silencia todas las dudas.
C. H. Mackintosh