El Señor Está Cerca

Miércoles
30
Noviembre

¿Quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.

(Mateo 16:15-16)

¿Quién es Jesús para ti?

Tu destino eterno depende de la respuesta que le das a esta pre­gunta: «¿Quién decís que soy yo?» Si no conoces y confiesas a Jesús como el Hijo del Dios viviente, entonces aún te encuentras en tus pecados. Puedes ser la persona más religiosa en el mundo, y la más inteligente, pero ¿de qué sirve todo tu conocimiento si no conoces a Cristo? Quien no conoce correctamente a Cristo, nada sabe correctamente. Por lo tanto, la pregunta que el Señor te hace es esta: «¿Quién dices tú que soy yo?»

Nuevamente, Pedro es el que da el primer paso en este álgido momento. Con su habitual entusiasmo y anchura de corazón, y también con verdadera fe y real apego a su Señor, él respondió: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente». Una confesión sencilla y real de Cristo siempre es seguida por una rica y total bendición. Pongamos atención a lo que el Señor le dice a Pedro inmediatamente después de su confesión: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (v. 17). Aquella alma que conoce a Jesús como el Hijo del Dios viviente, Cristo mismo la declara bienaventurada por el Padre. Sin duda que Pedro había aprendido mucho de parte del Señor, pues él lo seguía en su vida de amor, bendición, devoción y abnegación, pero el Padre es quien se había hecho cargo de aquel pescador galileo, que era «sin letras y del vulgo» (Hec. 4:13), y le había enseñado la verdad de que aquel bendito Hombre a quien seguía era el Hijo del Dios viviente.

Solo el Padre puede enseñarte esta bendita verdad. Ningún título universitario, ninguna enseñanza humana, puede impartir este conocimiento del Hijo; pero cuando un alma desea buscar a Cristo, el Padre se complace en enseñarle las glorias divinas y morales de Aquel que ha sido rechazado, y que es, al mismo tiempo, el Hijo eterno, el humilde Hijo del Hombre y, bendito sea su incomparable nombre, el Salvador de los perdidos.

W. T. P. Wolston

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