Entonces fue traído a él un endemoniado, ciego y mudo; y le sanó, de tal manera que el ciego y mudo veía y hablaba. Y toda la gente estaba atónita, y decía: ¿Será este aquel Hijo de David? Mas los fariseos, al oírlo, decían: Este no echa fuera los demonios sino por Beelzebú, príncipe de los demonios.
En el Antiguo Testamento no leemos de ningún ciego que haya sido sanado. Abrir los ojos a los ciegos era un milagro que distinguiría al verdadero Mesías de Israel (Is. 42:6-7). El Señor Jesús fue el primero en cumplir tal milagro, y las multitudes evidentemente reconocieron lo maravilloso que era esto, preguntándose si Jesús era en realidad el Hijo de David. Los fariseos se atrevieron a acusarlo de hacer esto por el poder de Satanás. Agresivamente, ellos determinaron rechazar cualquier pensamiento acerca de Jesús como el Rey prometido, pero estos líderes religiosos no podían escapar de la realidad: Él estaba haciendo cosas que fueron profetizadas acerca del Mesías. El pueblo fue testigo de esto, así que los fariseos creyeron necesario impugnar cualquier insinuación de que Jesús podía ser el Hijo de David.
Aquí vemos el caso de un hombre que era ciego y mudo, una figura muy sorprendente del estado espiritual de Israel en aquel tiempo –de hecho, era una figura de toda la humanidad. La ceguera habla de la ignorancia espiritual acerca de cosas claramente visibles para quienes podían ver, y la mudez nos recuerda que, por naturaleza, el hombre es incapaz de hablar claramente y confesar que Jesucristo es el Señor. Solo el Señor Jesús puede corregir tal condición. Sin embargo, cuando lo hizo, los fariseos lo acusaron de realizarlo por el poder de Satanás. Esto condujo al total rechazo de Cristo por parte de la nación de Israel, un rechazo que continúa hasta el día de hoy.
Muchas personas religiosas hoy en día son igual de ciegos y mudos. No pueden ver cuánto necesitan el poder sanador del Hijo de David. No nos parezcamos a ellos, más bien démosle a Cristo el lugar de honor que le corresponde.
L. M. Grant