Despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz.
En la cruz, toda la cuestión del bien y del mal fue planteada, discutida y resuelta para siempre. Allí se reunieron todas las fuerzas del bien y del mal. Allí el pecado se levantó contra Dios con todo su poder, y allí Dios se levantó en juicio contra el pecado. Nunca la criatura, rebelde por naturaleza, se había atrevido a tanto. Nunca el pecado se había comportado de tal manera en el universo de Dios. Su oportunidad había llegado: el Hijo de Dios estaba en manos de pecadores.
Todo el infierno se movilizó. Había llegado el momento adecuado para liberarse de los grilletes del cielo. La ira de las naciones, la conspiración de los judíos, la malicia del mundo: todos estaban dirigidos contra Cristo. No querían que este Hombre reinara sobre ellos. Todas las fuerzas del mal se habían congregado; los principados y potestades habían unido todas sus fuerzas para el combate final; las regiones infernales enviaron a su último guerrero; y toda la falange de la maldad se preparó para este amargo enfrentamiento, el cual definiría finalmente la victoria del bien o del mal.
Jesús dijo que esta era la hora del hombre (Lucas 22:53). Desde la caída del hombre en el Edén hasta «la hora del hombre», Dios había puesto un límite para la maldad del ser humano. Desde la caída en adelante, el hombre había corrompido la tierra, la había llenado de violencia, había derramado sangre inocente, había quebrantado la ley, adorado demonios, asesinado a los siervos de Dios y odiado a Cristo, quien vino al mundo en gracia y amor. Su enemistad había estado bajo el control de Dios. Pero ahora había llegado «su» hora. En aquella «hora», Dios dejó al hombre libre y sin cadenas, y todo el universo debía contemplar el uso que este le daría a su libertad. ¡Ay, pobre ser humano! Su libertad fue su ruina, como siempre lo es. Como el hato de cerdos gadareno, el curso del hombre descendió rápidamente hasta su ruina; y fue el mismo poder el que llevó a ambos a la destrucción.
J. W. H. Nichols