Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es.
(Juan 3:6)
Muchos cristianos poseen dentro suyo la más extraña confusión entre lo bueno y lo malo, ya sea en pensamiento, palabra u obra, al menos hasta que todo el problema se vuelve de lo más desconcertante. En su conversación con Nicodemo, el Señor insistió en la necesidad del nuevo nacimiento. Él dijo: «Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es». Meditemos seriamente en estas palabras. Primero, resaltan la existencia de dos naturalezas, las cuales se caracterizan por sus respectivos orígenes. Es correcto llamar «carne» a la vieja naturaleza que heredamos de Adán (cabeza de la raza humana) desde que nacemos, y «espíritu» a la nueva naturaleza que poseemos desde nuestro nuevo nacimiento, al ser nacidos del Espíritu. Cuando se produjo nuestro nuevo nacimiento, esa nueva naturaleza –que es espíritu–, fue implantada en nosotros por el Espíritu Santo. La primera consecuencia de este hecho fue que se creó un inevitable antagonismo entre la nueva naturaleza y la vieja.
En Romanos 7:18, hallamos una conclusión muy importante: «Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien». La carne es, pues, completa e irremediablemente mala y, si Dios nos deja forcejear en el pantano de nuestras amargas experiencias, es para que aprendamos esa lección. Puede ser civilizada y cristianizada, pero no importa lo que hagas con ella, ningún bien mora en ella.
¿Cuál es el remedio de Dios? La cruz es la condenación de la vieja naturaleza en la raíz y esencia de su ser. ¿Qué podemos hacer con ella? Aceptar lo que Dios ha hecho y, por lo tanto, tratarla como ya condenada (Fil. 3:3). Cuando dejamos de confiar en la carne y comprendemos que fue condenada definitivamente por Dios en Cristo, su poder queda anulado. Entonces desviamos la mirada de nosotros mismos para ponerla en nuestro Libertador, el Señor Jesucristo, que tomó posesión de nuestro ser por su Espíritu. El Espíritu Santo es el poder de nuestra vida y andar cristiano. No solo anula la acción de la vieja naturaleza, sino que fortalece, desarrolla y dirige la nueva.
F. B. Hole