Cuando era como la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena.
Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
Ese día, el Señor había sido maltratado, menospreciado, ridiculizado y blasfemado. Todos los instrumentos de Satanás se movilizaron en su contra, desafiándolo a que mostrara su poder y bajara de la cruz, pero Él permaneció en silencio. Sin embargo, intercedió por su pueblo culpable, consoló al criminal que estaba junto a Él (salvándolo por gracia en el último instante) y se preocupó por los cuidados de su madre.
Pero luego unas tinieblas inusuales vinieron sobre toda la tierra y sobre el Imperio Romano. No se trató de un eclipse o algún fenómeno natural, sino la intervención soberana de Dios. Las tinieblas enfatizaron que Dios había desamparado a este Hombre perfecto –el Justo– que sufrió por nosotros, los injustos. Dios dio vuelta su rostro de Aquel que siempre lo honró y sirvió: ¡misterio insondable! El hombre dependiente y obediente fue desamparado por el Dios al que siempre glorificó. Sin embargo, el Padre eterno estaba con el Hijo eterno –y ambos atravesaron todo esto juntos.
Durante aquellas horas oscuras, el Señor Jesús cargó los pecados de todos los que habrían de creer en Él, pagando el castigo que les correspondía. Aquel que no conoció pecado fue hecho pecado –la perfecta ofrenda por el pecado– para llevarnos a Dios. Allí, en esas horas insondables, ¡Dios fue glorificado! Cristo siempre glorificó a Dios: en su nacimiento, en su vida privada, en su ministerio público, y ahora como el Sacrificio perfecto. Las extrañas tinieblas indicaban el respeto y el asombro de la creación durante esta hora tan solemne; los ángeles debieron haber cubierto sus rostros. Jamás seremos capaces de comprender esta oscuridad, tan horrible para nuestro Señor. Parecía algo injusto, pero era necesario para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él (2 Cor. 5:21).
Alfred E. Bouter