Vemos… a Jesús.
Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor.
Para nosotros, los cielos están abiertos y la fe puede decir: «Vemos a Jesús». Desde los tiempos del Antiguo Testamento, Dios habitó en medio de su pueblo en el santuario, pero allí estaba el velo, y no había forma de acercarse a Él. Para nosotros, la entrada al Lugar Santísimo ha sido abierta. La epístola a los Hebreos sostiene esto en toda su extensión, pues nuestra posición es la de adoradores en la presencia del Padre, en el «verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre» (He. 8:2).
Pero no solamente se nos abre el cielo como adoradores, pues 2 Corintios 3 nos muestra un pensamiento adicional. Allí Pablo contrasta la gloria de la ley, reflejada en el rostro de Moisés, con la gloria de Dios, que ahora se nos refleja en el rostro del Señor Jesús.
¡Qué maravilloso privilegio poder contemplarlo por fe en la gloria! Así es como nos volvemos semejantes a Él. ¿Existe una forma más adecuada que esta para volvernos celestiales en la práctica? Simplemente conocer la doctrina de nuestra posición celestial no nos transformará. Pero estar ocupados de corazón con el Hombre celestial influenciará nuestros corazones y nos separará de todo lo que es de este mundo.
El cristianismo, en este aspecto, es completamente más elevado que la ley. No nos presenta un código de leyes, sino a una Persona bendita.
Cuando nos ocupamos del Señor Jesús, contemplándolo y alimentándonos de Él, el Espíritu Santo nos introduce a la comunión con nuestro Padre. Se nos permite entrar en sus propios pensamientos e inclusive compartir sus afectos por el Hijo, el cual está sentado a su diestra. Por lo tanto, este es la fuente de todo crecimiento, fortaleza y bendición.
W. W. Fereday