Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.
Difícilmente exista algo que los cristianos entiendan tan poco, hablando de forma general, como el amor de Dios. No hablo del amor, su atributo divino, pues ese amor está más allá de toda comprensión –es demasiado grande, demasiado asombroso como para poder expresarlo en simples palabras humanas. Me refiero más bien al amor particular que Dios tiene por nosotros como sus hijos, a aquellos que pertenecemos a su Hijo amado.
En sus mentes, la mayoría de los cristianos limitan el amor de Dios a su bondad manifestada hacia ellos en sus cuidados diarios, en todas las misericordias que Él ha derramado sobre ellos. Muchos dicen: «Sé que Él me ama porque me ayudó a salir de la prueba y me ha guiado en los vaivenes de la vida». No podemos negar que esta respuesta es cierta. Muchos cristianos perseguidos han probado que esto es cierto, pues han experimentado cómo Dios los ha librado milagrosamente según su misericordia y providencia. Sin embargo, por otro lado, ¡muchos no fueron librados y no hubo ningún tipo de «milagro» o misericordia providencial que los haya rescatado! ¿Acaso Dios no los amaba tanto como a aquellos que sí libró? Vean el caso de Jacobo, quien fue ejecutado por Herodes, mientras que Pedro fue librado por el Señor de manos del mismo verdugo (Hec. 12:1-11).
No es sabio que midamos el amor de Dios por nuestras circunstancias. La gentil brisa del sur puede soplar sobre nosotros, trayendo tranquilidad y prosperidad, o las fuertes ráfagas del norte pueden golpearnos, trayendo pruebas, dolores, sufrimiento y desaliento. Pero nada cambia el amor de Dios. La gran verdad es que Él nos ama como ama al Hijo. Refiriéndose a nosotros, nuestro Señor le dijo al Padre: «los has amado a ellos como también a mí me has amado» (Juan 17:23).
H. P. Barker