Respondió Job, y dijo: Ciertamente yo sé que es así; ¿y cómo se justificará el hombre con Dios… Si yo me justificare, me condenaría mi boca; si me dijere perfecto, esto me haría inicuo… porque no es hombre como yo, para que yo le responda, y vengamos juntamente a juicio. No hay entre nosotros árbitro que ponga su mano sobre nosotros dos.
Cuando meditamos en el sacrificio de Cristo, lo hacemos con asombro, pues sabemos que el Señor Jesús es sin pecado. La pregunta que a menudo surge de nuestros labios es la siguiente: «¿Por qué alguien como Él por alguien como yo?» La pregunta la hallamos al mirar a Jesucristo, nuestro Intercesor.
Conocemos la miseria de nuestra condición pecaminosa por naturaleza. ¿Es de asombrarnos que nosotros, como pecadores, estuviésemos lejos de Dios? «Señor, si tú tuvieras en cuenta las iniquidades, ¿quién, oh Señor, podría permanecer?» (Sal. 130:3 NBLA). Entendemos que nadie en una condición pecaminosa puede permanecer delante de Dios santo y justo. No hay nadie bueno, ni uno solo. Todos hemos pecado y no alcanzamos la gloria de Dios. Había una brecha entre el pecador y Dios, una brecha que ningún hombre podía atravesar. Era una separación permanente de Dios. Era un resultado del pecado. En Ezequiel 22 leemos: «Busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí… y no lo hallé» (v. 30). No había ninguna persona ni cosa en la tierra capaz de ponerse en la brecha. «Y vio que no había hombre, y se maravilló que no hubiera quien se interpusiese» (Is. 59:16). No había nadie capaz de ponerse entre el hombre pecador y un Dios santo.
Apocalipsis 5:3 refuerza este pensamiento. No había nadie –ni el cielo, ni en la tierra, ni debajo de la tierra. ¡Qué pensamiento tan devastador! ¡Somos indignos! A pesar de todas nuestras buenas intenciones de ser ejemplos de Cristo, la verdad es que no somos dignos.
J. Pilon