Una nube cubrió el tabernáculo de reunión, y la gloria de Jehová llenó el tabernáculo.
¡Qué maravilloso espectáculo presentaba el campamento de Israel en ese desierto árido donde solo había aullidos y desolación! ¡Qué espectáculo para los ángeles, para los hombres y para los demonios! La mirada de Dios estaba fija en él; su presencia estaba allí; habitaba en medio de su pueblo; allí había establecido su morada. No la halló, ni podía hallarla, en medio de los esplendores de Egipto, Asiria o Babilonia. Sin duda que esas naciones ofrecían a los ojos de la carne todo lo que para ellos era atractivo. Las artes y las ciencias florecían en medio de ellos. En ellas la civilización había alcanzado un grado mucho más elevado del que estamos dispuestos a admitir.
Pero, recordémoslo, Jehová no era conocido por esos pueblos. Su nombre nunca les había sido revelado. Él no moraba en medio de ellos. Es cierto que allí también había innumerables testimonios de su poder creador. Además, su providencia velaba sobre ellos. Les daba lluvias y épocas fértiles, llenando sus corazones de alimento y alegría. Día tras días y año tras año derramaba sobre ellos, con mano generosa, sus bendiciones y beneficios. Pero ellos no lo conocían ni lo buscaban. Allí no estaba Su morada.
Jehová había hallado su morada en el seno de su pueblo redimido, y en ningún otro sitio. La redención era la base esencial de la morada de Dios en medio de los hombres. Sin la redención, la presencia divina no podía sino acarrear la destrucción del hombre; pero, conocida la redención, esta presencia proporciona al rescatado el más alto privilegio y la más resplandeciente gloria. Dios moraba en medio de su pueblo Israel. Descendió del cielo no solamente para rescatarlo de la tierra de Egipto, sino también para ser su compañero de viaje a través del desierto. ¡Qué pensamiento! ¡El Dios Altísimo estableciendo su morada en la arena del desierto y en el seno mismo de la congregación redimida! ¡Dios estaba allí!
C. H. Mackintosh