Despierta, viento del norte, y ven, viento del sur; hagan que mi huerto exhale fragancia, que se esparzan sus aromas. Entre mi amado en su huerto y coma sus mejores frutas».
(Cantar de los Cantares 4:16 NBLA)
Es bueno que cada creyente en el Señor Jesús tenga en cuenta que se le ha dado un huerto (su vida diaria) en el cual cultivar aquello que será para la gloria eterna de su Señor. ¿Podemos invitar, voluntariamente, al viento del norte para que sople sobre él? El viento del norte habla de las circunstancias adversas, mientras que el viento del sur representa las circunstancias agradables. Dios considera que ambos son esenciales para que nuestro huerto produzca lo que es aceptable para sí. El aroma del huerto es más evidente cuando el viento sopla. Ciertamente deseamos que la fragancia de nuestra vida sea tal, que Él halle deleite en ella.
Obviamente, gran parte del asunto depende de cómo aceptamos la adversidad. Si nuestra actitud es la de aceptarla gustosamente como de parte del Señor y buscar la gracia para aprender de ella, esto se traducirá en un olor grato. También es esencial que tengamos un espíritu correcto para aceptar las circunstancias positivas. Si pensamos que las merecemos, entonces produciremos un olor desagradable, uno de satisfacción propia y engreimiento. Si estamos profundamente agradecidos por la gracia de nuestro Dios, esto le será un olor agradable. Si nuestra actitud se basa en invitar tanto al viento del norte como del sur, no vacilaremos en invitar a nuestro Amado a venir a su huerto y comer sus mejores frutas.
Cuando nuestras almas poseen esta preparación, en vistas de la complacencia de nuestro amado Señor, no pensaremos más en nuestro propio jardín, sino en el suyo. Comprenderemos que cualquier respuesta adecuada a la obra de su Espíritu en nuestros corazones proviene de lo alto. No es una obra nuestra, sino divina, proveniente del Dios vivo en corazones que Él ha preparado por su gracia. ¡Oh, que Él pueda tener el gozo de comer tales frutos agradables en el huerto de nuestras vidas!
L. M. Grant