El Señor Está Cerca

Martes
26
Abril

En la esperanza de la vida eterna, la cual Dios, que no miente, prometió desde antes del principio de los siglos.

(Tito 1:2)

La promesa de la vida eterna

La ley proponía vida para el hombre, pero era incapaz de darle esa vida y declararlo justo delante de Dios. Se nos dice de ella que «era débil por la carne», aunque «santa, justa y buena» (Rom. 8:3; 7:11). Al pecador de la raza de Adán, la ley le decía: «Haz esto y vivirás»; pero el pecador era incapaz de hacer aquello, de manera que la santa ley de Dios sólo podía condenarlo. «Si se hubiera dado una ley capaz de impartir vida, entonces la justicia ciertamente hubiera dependido de la ley» (Gál. 3:21 NBLA); sin embargo, desde antes de la ley –«desde antes del principio de los siglos»—, Dios había prometido vida para el hombre. Esa promesa se halla en Cristo Jesús; de manera que Él tuvo que venir donde nosotros estábamos para librarnos del pecado y la muerte, y para que pudiésemos tener vida en Él. ¡Qué maravillosa la sabiduría que concibió tal plan! ¡A Dios sea toda la gloria!

Era una promesa, ¡tal como lo sugería el nombre del primer árbol mencionado en la Biblia: «el árbol de la vida»! Este no estaba prohi­bido, como si lo estaba el otro árbol, pero luego que el hombre cayó, él fue gubernamentalmente puesto lejos de su alcance, y la promulga­ción de la ley manifestó su pecaminosidad y su total incapacidad para obtener vida eterna. El hombre quedó silenciado delante de Dios, y por medio de la muerte de su Hijo, Dios halló una forma para que nosotros participemos de lo que había planeado en su corazón a nuestro favor desde antes que el mundo fuese. Esta vida, en toda su infinita her­mosura, no conoce decaimiento ni final. Prometida desde antes del principio de los siglos, permanece más allá de los días gloriosos del reino y el dominio del Hijo del Hombre; más allá de los días de la mag­nificencia del Milenio, y se extiende a través de la inefable bendición del estado eterno, cuando Dios sea todo en todos. Sin embargo, ahora es nuestra en Cristo Jesús. Es nuestra por la gracia de Dios. Es nuestra por el don de Dios (Rom. 6:21). Aquel don no puede medirse; está lejos del alcance de toda estimación o definición humana, pero, gracias a Dios, es nuestra por medio de la obra de la gracia divina.

H. J. Vine

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