El Señor Está Cerca

Sábado
23
Abril

Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; y estando detrás de él a sus pies, llo­rando, comenzó a regar con lágrimas sus pies.

(Lucas 7:37-38)

A los pies de Jesús

La primera gran verdad que resplandece sobre un alma, al ir a Jesús, es que Él es más grande que nuestros pecados. Esto fue lo que experimentó la mujer pecadora en Lucas 7. Seguramente, dudó en entrar cuando se acercó al umbral de la casa de Simón y vio los ceños fruncidos en el rostro del anfitrión y los huéspedes, pero hubo dos grandes poderes que se juntaron para impulsarla a ir a los pies de Jesús: su gran necesidad y el gran amor del Señor. Y entre la presión que ejercían sus necesidades y el poder atrayente de Su amor, su vacilación fue vencida, y de la manera que una nave azo­tada por la tempestad halla paz en las aguas tranquilas de alguna bahía anhelada, así ella halló un lugar de refugio y descanso a los pies del Hijo de Dios.

Simón habría preferido que no lo tocara; los discípulos habrían preferido no relacionarse con ella; pero Él, el humilde Jesús, el mis­mísimo Príncipe de la vida, permitió que ella derramara sus lágrimas de arrepentimiento y gratitud a Sus pies. Ella encontró en Jesús un corazón de infinita ternura, pues Él no la rechazó ni despreció; ¡no le hizo sentir el peso de sus pecados, sino que Sus manos levantaron aquella carga! Y luego ella oyó de Sus labios las dulces y anheladas palabras: «Tus pecados son perdonados… tu fe te ha salvado, ve en paz» (v. 50).

Todo quedó arreglado en ese instante, su pasado, presente y futuro. Por mucho tiempo ella había sido presa de los hombres y del diablo, pero ahora todo su corazón, purificado de sus malos cami­nos por el poder santificador de Su maravilloso amor, podía derra­mar todo su afecto sobre Él. «Ella amó mucho», porque se le había perdonado mucho. Ella encontró salvación a sus pies, y aún puede hallarse allí la misma bendición, porque Él es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.

J. T. Mawson

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