Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo.
Es de suma importancia ver que el Señor Jesús no tenía necesidad alguna de ir a la cruz. No tenía por qué dejar la gloria que tenía con el Padre desde toda la eternidad y venir a este mundo. Cuando Él descendió a este mundo, y tomó perfecta humanidad, no tenía necesidad alguna de ir a la cruz, pues en cualquier momento de su bendita historia, desde el pesebre de Belén hasta la cruz del Calvario, Él podría haber vuelto al lugar de donde había venido.
La muerte no tenía poder sobre Él. Él pudo decir de su vida: «Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo». Y en su camino desde el huerto de Getsemaní hasta la cruz, podemos escucharlo decir: «¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles?» (Mat. 26:53). Cuando los hombres perversos que rodeaban la cruz, burlándose de aquel bendito Salvador, expresaron: «A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar» (Mat. 27:42), ¿no podemos decir que en estas palabras había más verdad de la que ellos pudieron discernir? Sin embargo, ellos bien pudieron haber dicho: «A sí mismo no se salvará».
¡Ah, no! ¡Sea su Nombre bendito para siempre! Él no se escatimó a sí mismo ni tuvo compasión de sí, sino que tuvo compasión de nosotros. Él nos vio en nuestra ruina, culpa, miseria y peligro, completamente sin esperanzas. Vio que no había quien se compadeciese, ni quien salvara. ¡Que toda la alabanza sea a su Nombre inefable! Él vino a este mundo miserable, se hizo Hombre, para que como Hombre pudiera, por el sacrificio de sí mismo, librarnos del lago de fuego. Y más aún, Él se ha asociado con nosotros en el nuevo y eterno terreno de la redención consumada, en el poder de la vida de resurrección, conforme a los consejos eternos de Dios, y para la alabanza de su gloria.
C. H. Mackintosh