Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y al prestar atención que la grosura de los carneros.
Tales fueron las palabras expresadas por el profeta Samuel al rey Saúl hace muchos siglos atrás. La razón por las que fueron pronunciadas es muy significativa, y las lecciones que emanan de ellas son muy saludables. Samuel, como portavoz de Dios, le había ordenado a Saúl que destruyera por completo a Amalec, el cual era un enemigo implacable del pueblo de Dios. «Ataca a Amalec; destruye completamente todo… mata a hombres y mujeres, a niños y bebés, vacas y ovejas, camellos y asnos» (1 Sam. 15:3). Todo estaba totalmente justificado y las circunstancias lo merecían.
La responsabilidad de Saúl era cumplir al pie de la letra las instrucciones de Dios. Pero, evidentemente, pensó que era mejor hacerlo a su manera. Perdonó «la vida a Agag, a lo mejor de las ovejas y de las vacas, de los animales engordados, de los carneros y de todo lo bueno» (v. 9). En otras palabras, Saúl actuó como si fuera más sabio que Dios. Pensó que podía convencer a Samuel que había perdonado lo mejor de los rebaños de Amalec con el propósito de ofrecerlos a Jehová. Esto podía parecer muy loable, pues no se estaba enriqueciendo a costa de esto, sino que estaba honrando a Dios, y justamente esa fue su justificación. Sin embargo, Dios pensaba de otra manera. Esta forma de actuar hizo que Saúl perdiera su reino.
Un principio importantísimo estaba en juego. ¿Cómo Saúl podía gobernar si no obedecía a Dios? ¿Cómo podía esperar que el pueblo lo obedeciera cuando él mismo no lo había hecho? Si sus súbditos podían mejorar o reformar sus decretos, ¿dónde quedaba su autoridad? Lo que Saúl hizo, pensando que podía mejorar el decreto de Dios, era algo imperdonable.
Entonces, ¿qué aprendemos de esta historia? Aprendemos que debemos obedecer a Dios a toda costa. Llegará el momento cuando el cristiano tenga que comparecer ante el tribunal de Cristo. ¿Serán mis opiniones o conveniencias una buena excusa para no haber cumplido la voluntad de Dios expresada en su Palabra?
A. J. Pollock