En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria.
Uzías comenzó a reinar en Judá a los dieciséis años (2 Crón. 26:3). El nombre de su madre, Jecolías, es digno de mencionar, el cual significa «Jehová es fuerte». Ella tuvo una influencia piadosa sobre Uzías, el cual, siendo tan joven, buscó el consejo de Zacarías, quien tenía entendimiento en las visiones de Dios (2 Crón. 26:5). Uzías tomó las decisiones correctas y Dios lo hizo prosperar. Pero cuando se engrandeció, su corazón se enalteció para su ruina (2 Crón. 26:16).
Uzías se entrometió en el oficio del sacerdote, entrando en el santuario para quemar incienso. Los piadosos sacerdotes se le opusieron, pero en su ira y obstinación, él no quiso obedecer. Allí mismo Dios lo castigó con lepra en su frente, y vivió en una casa apartada hasta el día de su muerte.
Aquel día cuando Uzías murió, Isaías tuvo una visión. Él vio al Señor de los ejércitos sentado sobre un trono alto y sublime. Estar ante tal gloria dejó una profunda impresión en Isaías, él dijo: «¡Ay de mí!» Se sintió deshecho por su propia condición, y porque que habitaba en medio de una nación apóstata lanzada a la idolatría.
Entonces Dios envió un mensajero a Isaías, uno de los serafines que clamaban: Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos. Él vino con un mensaje de paz. Había un altar con carbones encendidos, lo que indica que se acababa de consumar un sacrificio. El serafín trajo un carbón y tocó con él los labios del profeta, diciendo: «He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado» (Is. 6:7). ¡Solo el sacrificio de Cristo puede proveer la respuesta adecuada para la nación de Israel!
Jacob Redekop