Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera.
La paz no es algo que crece en el corazón, sino algo que fue hecho por la sangre del Señor Jesús derramada en la cruz y que le es dada al creyente. El Señor de gloria consumó la obra que le fue dada hacer. El Padre lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su diestra. ¿Acaso esto no es para nosotros? ¿Piensas que Él tiene paz con su Padre? No te mires a ti mismo, sino a Él, a Aquel que está sentado en la presencia del Padre, donde ninguna sombra podrá entrar jamás. Aquel que es el principio y cabeza de una nueva creación, una vez fue coronado con espinas, pero ahora está coronado con gloria. ¿Pueden el pecado y la muerte tener algo más que decirle? Si Él es nuestra paz, entonces la paz que Él tiene en la presencia del Padre es nuestra – su misma Persona en gloria es la paz del creyente. Y Él, que es nuestra paz, también es nuestra vida, y estamos escondidos con Él en Dios.
El asunto no es si nos sentimos en paz. Aquel que sufrió por nuestros pecados, el Justo por los injustos, es quien ha hecho la paz, y Él es nuestra paz. Podemos conocerla y disfrutarla. La paz que el Señor Jesús tiene con Dios también es nuestra paz. En cuanto al pasado, tengo perfecta paz; en cuanto al presente, tengo absoluto favor; y en cuanto al futuro, tenemos nada menos que la gloria de Dios por esperanza, e incluso podemos descansar ya en tal esperanza.
Antes mis pecados estaban entre el Señor Jesús y yo, pero ahora Él está entre mis pecados y yo. Al tomar este lugar, Él me ha hecho saber que, al hacerlo, me ha llevado a sí mismo y que ha llenado mi corazón con su propia paz. En la Persona de mi Señor, estoy limpio y soy transportado más allá del juicio, para siempre. El poder de la muerte ha sido anulado; el poder de Satanás finalmente ha sido quebrantado. Con un corazón alegre, elevo mi cántico de victoria, porque el pecado y la muerte han quedado detrás de mí. «Él es nuestra paz» (Efe. 2:14).
C. Stanley