Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo… habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo… para alabanza de la gloria de su gracia.
(Efesios 1:3, 5-6)
Nuestra posición en la presencia de Dios es en virtud de la obra de Cristo, y según las riquezas de la gracia de Dios; y, como éstas no pueden fallar, jamás perderemos el lugar que ellas nos dan. Sin embargo, aunque podemos ser profundamente conscientes de nuestro fracaso como cristianos, jamás debemos tomar el terreno de pobres pecadores no perdonados delante de Dios. Esto negaría nuestro llamamiento, y traería oscuridad y debilidad a nuestras almas. Dios dice que estamos delante de Él como sus hijos, perdonados y aceptados en el Amado. Ya no estamos delante de Dios como pecadores, sino como hijos delante del Padre. Desde el momento que nacemos de Dios, permanecemos para siempre en el terreno de hijos en la familia.
Es verdad, no dejamos de ser pecadores, en el sentido de que pecamos diariamente (cada hora) en pensamiento, palabra y hechos. Sin embargo, debemos confesar nuestras faltas como hijos delante del Padre, y no como pecadores delante de Dios. En fidelidad a Dios y a su Palabra, debemos mantener el terreno en el que Él nos ha puesto. Obviamente, no se trata de que el pecado de un hijo sea menos grave, por el contrario, pues está ante más luz, amor y gracia. Y ten por seguro que entre más entendemos nuestro llamamiento en Cristo, más profunda es nuestra humillación ante el fracaso, y mucha más libre y sin reservas nuestra confesión.
El asunto no es que el cristiano sea mejor en sí mismo de lo que ha sido siempre, sino que es su posición la que ha cambiado. Su posición delante de Dios ya no es en el primer Adán sino en el postrer Adán –el Cristo resucitado. La obra de Cristo nos ha establecido como hijos en la presencia del Padre, y nos hizo aptos para estar allí; y la abogacía de Cristo nos mantiene santos y sin mancha delante de Él en amor. ¡Que podamos mantenernos firmes en esta gran verdad!
A. Miller