Jehová tu Dios… sabe que andas por este gran desierto; estos cuarenta años Jehová tu Dios ha estado contigo, y nada te ha faltado.
Ahora bien, en todas estas cosas el campamento de Israel era un tipo, un tipo llamativo y notable. Pero, ¿tipo de qué? De la Iglesia de Dios en su paso a través de este mundo. El testimonio de la Escritura es tan formal al respecto que no da lugar a la imaginación (ver 1 Cor. 10:11). Podemos, pues, acercarnos y contemplar con vivo interés este maravilloso espectáculo y tratar de sacar de él las preciosas lecciones que son tan eminentemente aptas para enseñarnos.
¡Y qué lecciones! ¡Veamos aquel misterioso campamento en el desierto! ¡Qué separación de todas las naciones del mundo! ¡Qué absoluta dependencia de Dios! ¡Total impotencia! No tenían ni un pedazo de pan, ni una gota de agua aparte de la que recibían día tras día de la propia mano de Dios. Cuando por la noche se retiraban a descansar, no poseían ni una pizca de provisión para el día siguiente.
Pero Dios estaba allí, y a juicio de la fe no se necesitaba más. Estaban obligados a depender enteramente de Dios. Tal era la única y gran realidad. La fe no reconoce nada palpable, nada visible, nada verdadero fuera del Dios vivo, verdadero y eterno.
Tal como acontecía en el campamento en el desierto sucede también con la Iglesia en el mundo. No había una sola necesidad, un solo caso imprevisto, una sola carencia, de la índole que fuera, para las que la presencia de Dios no fuese una respuesta enteramente suficiente. Las naciones de los incircuncisos podían mirar y maravillarse. Podían, con la desorientación propia de la ciega incredulidad, hacer muchas preguntas y procurar saber cómo semejante ejército podía alimentarse, vestirse y mantenerse en orden. Ciertamente no conocían a Jehová, el Señor Dios de los hebreos; y, por lo tanto, decirles que Él iba a encargarse de esta inmensa asamblea les hubiera parecido como cuentos inverosímiles.
C. H. Mackintosh