Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios.
Es a Cristo vivo en la gloria a quien veo; no a Cristo aquí en la tierra, sino a Cristo a la diestra de Dios. Toda aquella gloria (y Él está en medio de la gloria y la majestad del trono de Dios) no me espanta, porque esta maravillosa verdad surge desde allí: aquella gloria está en el rostro de un Hombre que quitó mis pecados, y que está allí como prueba de ello. No puedo ver la gloria de Cristo sin darme cuenta de que soy salvo.
¿Cómo llegó allí? Él es el Hombre que estuvo aquí abajo, caminando entre pecadores, incluso se le llamó «amigo de pecadores» (Lucas 7:34); Él es el Hombre que llevó mis pecados sobre su cuerpo en el madero; Él es el que estuvo aquí en la tierra, en medio de circunstancias adversas y sufriendo el castigo por el pecado; y, sin embargo, en su rostro veo la gloria de Dios. Lo veo allí en consecuencia de haber quitado mi pecado, porque ha consumado mi redención. No podría ver a Cristo en la gloria si quedara la más mínima mancha de pecado sin ser quitada. Entre más veo aquella gloria, más veo la perfección de la obra que Cristo cumplió, y de la justicia en la que soy acepto. Cada rayo de aquella gloria es visto en el rostro de Aquel que confesó mis pecados como suyos.
¿Dónde están mis pecados ahora? ¿Dónde se pueden hallar en el cielo o en la tierra? Veo a Cristo en la gloria. La última vez que se los divisó fue sobre la cabeza de aquel bendito Substituto; pero se han ido, jamás se volverán a encontrar. Si tuviese que contemplar a un Cristo muerto, entonces podría temer que mis pecados puedan volver a ser encontrados; pero con Cristo vivo en la gloria, tal búsqueda es vana. Aquel que cargó todos ellos ha sido recibido en el trono de Dios.
J. N. Darby