Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios.
Según la primera epístola de Juan, si somos hijos de Dios, entonces manifestaremos ciertos rasgos o características; porque si hemos nacido de nuevo y, por lo tanto, hemos recibido una nueva naturaleza y la vida eterna en Cristo, esta nueva naturaleza se mostrará de forma evidente. Sin embargo, hay que precisar que estos rasgos no se manifiestan con el fin de permitirnos descubrir si somos hijos de Dios o no.
Usar las Escrituras de este modo sería errar completamente el propósito del Espíritu de Dios; llenaría nuestras almas de incertidumbre, y nos haría esclavos de un legalismo duro y exigente, el cual pronto destruiría toda la frescura y el poder de la vida cristiana. Estaríamos ocupados de nosotros mismos, en nuestro estado y condición espiritual, tratando continuamente de hallar dentro nuestro el fruto del Espíritu. Hay miles de hijos de Dios que, siguiendo este rumbo equivocado, permanecen en duda e incertidumbre durante todas sus vidas en lugar de gozarse en sus privilegios y disfrutar el amor del Padre. ¡Incluso llegan a pensar que el temor y la duda son señales de mansedumbre y humildad!
Los rasgos de un creyente no se nos detallan con el fin de examinarnos a nosotros mismos para descubrir si realmente hemos sido regenerados, sino para que conozcamos el carácter de aquella naturaleza divina de la cual, por gracia, hemos sido hechos partícipes. Nuestra relación es considerada como algo establecido. Esto queda demostrado al leer el versículo: «Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios». El nuevo nacimiento no depende de la detección de tal o cual fruto del Espíritu en nosotros; depende única y completamente de esto: creer que Jesús es el Cristo. ¡Cuán maravillosamente sencillo es esto!
E. Dennett