Vino a Él un leproso, rogándole; e hincada la rodilla, le dijo: Si quieres, puedes limpiarme. Y Jesús, teniendo misericordia de él, extendió la mano y le tocó, y le dijo: Quiero, sé limpio.
La historia de este leproso siempre me ha generado algo de sorpresa. Parece que él no tenía dudas de que el Señor era capaz de limpiarlo, pero sí tenía dudas de Su voluntad de hacerlo. Me pregunto por qué. ¿No había sanado a muchos otros con diversas enfermedades y echado fuera muchos demonios? ¿No había demostrado su amor y compasión al acercarse diariamente a los necesitados, desde muy temprano en la mañana hasta tarde en la noche? Quizás este leproso pensó, como a veces lo hacemos nosotros, «pero mi problema es diferente y único. El Señor ha sanado a muchos otros, pero mi lepra es una lepra particular. ¿Realmente alguien querría sanar a un leproso como yo?» Nuestro precioso Señor, movido de compasión, le respondió al leproso de dos maneras.
Primero, lo tocó. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que este miserable hombre había sentido las manos de otro ser humano? La gente evitaba acercarse a personas como él, eran «intocables», a menos que ellos también tuvieran lepra. Pero nuestro inmaculado Salvador pudo tocar un leproso sin el más mínimo peligro de contaminarse. En segundo lugar, Él le habló. Cuán simple y aseguradoras fueron sus palabras: «Quiero». Eso era exactamente lo que el leproso quería saber. Pero luego añadió: «sé limpio». Eso era lo que el leproso necesitaba experimentar.
El Señor continúa hablando con palabras de poder y seguridad. Y, en el sentido espiritual, siguen habiendo «leprosos» que se encuentran en «situaciones únicas» y que encuentran limpieza y seguridad a los pies de Cristo. Tocados por su compasión y transformados por su poder, ellos comienzan a cantar con gozo aquel bello salmo: «me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca cántico nuevo, alabanza a nuestro Dios» (Sal. 40:2-3).
G. W. Steidl