Mis ovejas oyen mi voz… y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre.
Por mucho tiempo, la salvación eterna del creyente ha sido un tema candente y discutido con vehemencia. En Juan 10 encontramos una respuesta inequívoca a este tema de parte del Señor Jesús. Él había estado hablando de sus ovejas, aquellas que estaban en el redil del judaísmo, y que también tenía otras ovejas que no eran de «este redil» (los gentiles). Él iba a dar su vida por ellas y habría «un rebaño» (v. 15-16). Luego el Señor reveló que Él les daría vida eterna a sus ovejas. La naturaleza misma de esta vida es que es eterna, ¡aún así el Señor añade que sus ovejas no perecerán jamás!
Pero esto no es todo, el Señor continuó enseñando acerca de la seguridad de sus ovejas. Él dijo que nadie las podrá arrebatar de su mano. Alguien me dijo una vez: «Sí, un creyente está en las manos de Cristo, pero las ovejas siempre pueden saltar fuera de ellas si se rebelan voluntariamente y siguen un camino pecaminoso». Mi réplica fue: «Pueden saltar, pero no llegarán lejos, ¡porque se encontrarán con la mano del Padre sobre ellas!» Estamos «envueltos» y seguros en las manos del Padre y del Hijo.
El creyente está tan seguro como la misma unidad de la Deidad: «Yo y el Padre uno somos» (Juan 10:30). Con respecto a esto alguien escribió: «La gloria de la Persona del Hijo está marcada por la seguridad de las ovejas». Por lo tanto, no es tanto un asunto de la naturaleza de la Deidad, sino de su unidad en poder y propósito. Las ovejas son objeto del amor del Padre y el amor del Hijo. No hay mayor seguridad que ésta. Ningún hombre, ningún ángel, ni siquiera el diablo mismo nos podrá separar de sus manos (comp. Rom. 8:38-39).
Brian Reynolds