Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese.
Cuando el Señor Jesús estaba orando a su Padre, como se nos relata en Juan 17, Él pudo haber estado camino a Getsemaní o recién haber llegado allí. Lucas 22:39-46 nos muestra que Cristo estaba bajo una presión tremenda («Getsemaní» significa «prensa de aceite»), sin embargo, no estaba abrumado por las circunstancias tan difíciles que sabía que tendría que enfrentar. Con la cruz por delante, Él expresó su plena confianza en el Padre y, como siempre, disfrutó de perfecta comunión con Él, ¡incluso allí en Getsemaní! En esta armoniosa relación, el Señor Jesús manifestaba completamente su compromiso con los intereses de su Padre, aún cuando anticipaba las oscuras horas de la cruz. Sin embargo, al contemplar aquellas horas venideras, Él estaba grandemente angustiado.
A los doce años de edad, Jesús había dicho: «en los negocios de mi Padre me es necesario estar» (Lucas 2:49). A los treinta años de edad comenzó su ministerio público y siempre estuvo comprometido totalmente en los intereses de Dios, aun cuando su pueblo lo rechazó desde el principio (Juan 1:11). Cuarenta días de tentación por el diablo no pudieron desviar a Cristo de este objetivo: servir a Dios. Y ahora, habiendo llegado al fin de su servicio terrenal, el Señor Jesús ora acerca de la obra que había de consumar en la cruz. Esta obra constituye el fundamento de su oración al Padre, pues le pide que glorifique a su Hijo, así como el Hijo glorificó al Padre durante todo su ministerio terrenal (Juan 17:4).
Comparando esta petición con la hecha en el versículo 5, podemos captar un destello de su grandeza. Allí él pide ser glorificado como Hombre en la presencia del Padre eterno, ¡con la gloria que tuvo desde antes de la fundación del mundo, como el Hijo eterno! Por más abrumadores que sean estos pensamientos para nosotros como seres humanos, estos nos llevan a adorar a nuestro Señor.
Alfred E. Bouter
