Estas cosas habló Jesús, y levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti.
En la intimidad del aposento alto (Juan 13 - 14), el Señor instruyó a sus discípulos sobre muchas cosas que necesitaban saber antes que Él se fuera. Mientras caminaba con ellos hacia el huerto del Getsemaní, Él les dijo: «En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo» (16:33). De hecho, Él fue el gran Vencedor, pues siempre dependió de su Padre.
Entonces Jesús levantó sus ojos al cielo y comenzó su oración inigualable, a menudo llamada la oración sumo sacerdotal. Probablemente este término se debe al libre acceso de Cristo ante Dios, sin embargo, no es del todo correcta. La obra de la cruz le permitió ejercer como Sumo Sacerdote, primero en la cruz y luego en el cielo. Su oración al Padre refleja la relación íntima y eterna que siempre ha existido entre el Padre y el Hijo, y no tanto su relación como Hombre ante Dios. A medida que leemos Juan 17, podemos sentir lo privilegiados que somos de poder leer esta conversación entre el Padre y el Hijo. Juan fue uno de los discípulos que probablemente escuchó al Señor Jesús cuando oraba al Padre. Casi al final de su vida, Juan fue conducido por el Espíritu de Dios a escribir esta oración. De manera que tenemos este texto «inspirado» por Dios (2 Tim. 3:16) que nos expresa la comunicación entre el Padre y el Hijo.
En esta oración, en seis ocasiones Cristo se dirigió a Dios como «Padre», una de estas como «Padre santo» y una como «Padre justo» (v. 11, 25). Al mismo tiempo, Juan nos introduce en el misterio de la Persona de Cristo –Dios y Hombre en uno– y al misterio de la divina Trinidad. Si bien jamás lograremos captar completamente estos misterios, sabemos que son ciertos, y podemos adorar al Padre y al Hijo en espíritu y en verdad, hoy y por la eternidad.
Alfred E. Bouter