Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones. Pues donde hay remisión de éstos, no hay más ofrenda por el pecado. Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo … acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe.
Dios no dice: «no me acordaré de sus pecados y transgresiones», sino: “Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones”. La simple declaración de que Dios no se acordará de nuestros pecados podría implicar que los pasó por alto. Pero al decir “nunca más me acordaré”, implica que todos han sido recordados, confesados, llevados y juzgados. Dado que este juicio se ha llevado a cabo, Dios es justo en declarar que nunca más se acordará de ellos.
El hecho de que nuestra conciencia haya sido purgada abre el camino para la adoración. El escritor de la epístola escribió anteriormente del nuevo sacrificio y del nuevo santuario; ahora presenta al nuevo adorador. En contraste con el judaísmo, en el que solo el Sumo Sacerdote podía entrar al Lugar Santísimo, aunque solo una vez al año (He. 9:7), en el cristianismo todo creyente tiene “libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo”. Se ha provisto lo necesario para quitar todo lo que pudiera obstaculizar nuestro acceso a Dios como adoradores. Nuestros pecados fueron borrados por la sangre de Jesús. Cristo, al hacerse hombre, abrió un camino vivo para las que los hombres pudieran entrar al Lugar Santísimo. Nuestro Sumo Sacerdote hace frente a nuestras debilidades. Por lo tanto, los pecados que hemos cometido, el cuerpo en el que estamos o las debilidades que nos caracterizan, no pueden impedir que entremos en espíritu dentro del velo, al cielo mismo.
Por lo tanto, se nos exhorta a acercarnos a Dios con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, no teniendo una conciencia que nos condene y con nuestros cuerpos apartados de cualquier contaminación práctica.
Hamilton Smith