Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado.
Es muy probable que David estaba pensando en su adulterio con Betsabé y el asesinato de su marido, Urías, cuando escribió este salmo. Su confesión trajo perdón y él pudo escribir esto para que nosotros también podamos confesar nuestros pecados.
Confesar nuestros pecados a Dios siempre acarreará cosas buenas, pero no solucionará todo. Ciertamente, la confesión siempre trae perdón divino y reconciliación; pero, en sí misma, no repara el mal cometido hacia aquellos que hemos afectado. El perdón de aquellos contra quienes hemos pecado solo lo pueden otorgar ellos; y es extremadamente importante que busquemos el perdón de quienes hemos ofendido. Nuestro Señor nos dice que, incluso si vamos camino a adorar, primero debemos reconciliarnos con nuestro hermano, y entonces ir y adorar (Mt. 5:24).
Además, el perdón de Dios no quitará todas las consecuencias de un pecado—no evitará que cosechemos lo que sembramos (Gá. 6:7). Sin embargo, sí puede ayudarnos a no cosechar más frutos amargos de los ya hemos recogido. Es por eso que, aunque David se salvó de la condena que merecía su pecado, él continuó segando sus frutos por el resto de su vida (ver 2 S. 12). Esaú se dio cuenta que el arrepentimiento no le devolvió su primogenitura, aunque buscó la bendición “con lágrimas” (He. 12:16-17). El apóstol Pablo no dejó de sufrir por haber perseguido a la Iglesia: “yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios” (1 Co. 15:9). ¡Qué misericordioso y lleno de gracia es nuestro Dios! Él nos da la posibilidad de confesar, para que así podamos ser perdonados y limpiados de toda maldad (1 Jn. 1:9). Sin embargo, sería un grave error si tomamos el pecado a la ligera por el simple hecho de que podemos ser perdonados. ¡Siempre habrá consecuencias que perdurarán mientras estemos en la tierra!
A. H. Crosby