Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
Nuestro Señor se dirigía a los momentos más terribles de su senda en la tierra. A medida que se acercaba el fin, aquellas horas oscuras se proyectaban sobre su alma, lo que lo llevó a pronunciar palabras como estas: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (Mt. 26:38). Y cuando Satanás buscaba hacer sentir los horrores de aquellas horas sobre su alma, lo vemos “en agonía”, empapado de un sudor que era como grandes gotas de sangre, clamando con gran clamor y lágrimas a Aquel que era capaz de librarlo. Incluso entonces fue oído (a causa de su temor reverente) y un ángel vino del cielo para fortalecerlo. En aquellos momentos aún gozaba de una comunión inquebrantable con su Padre: la luz de lo alto todavía resplandecía sobre Él.
Pero se acercaban las horas de dolor, y se dirigió a ellas con propósito de corazón. Se entregó en manos de hombres, y se ofreció a sí mismo a Dios para ser hecho pecado por nosotros, hecho maldición en favor de los que estaban bajo maldición, la santa víctima que soportaría el juicio de Dios contra el pecado. Así se ofreció a Dios y, aunque no conoció pecado, fue hecho ofrenda por el pecado.
Entonces la luz que había resplandecido sobre Él durante todo su camino, desapareció. Las tinieblas cubrieron la tierra al mediodía, y su alma santa se vio excluida de la luz de la presencia de Dios, y se encontró envuelta en el velo de la noche. Como ofrenda por el pecado, hecho por Dios maldición, experimentó el juicio divino, juicio debido a la santidad inflexible de la naturaleza de Dios, una santidad demasiado pura y brillante como para tolerar la más mínima mancha de pecado: la luz del rostro de Dios se fue, y Cristo se vio inmerso en los abismos de la ira divina, desde donde surgió el clamor agónico de su alma: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” ¡Oh, bendito Hijo de Dios! ¡Te entregaste a todo esto para la gloria del Padre y para que podamos ser levantados como tus compañeros en gloria y bendición eternas! ¡Oh, Cordero de Dios, inmolado por nosotros! ¡Te adoramos, y bendecimos tu santo nombre por la eternidad!
A. H. Rule