Acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura.
Bien podemos detenernos ante este versículo y preguntarnos: ¿Cuánto conocemos de este “acerquémonos”, que implica entrar dentro del velo? De hecho, podemos saber algo de aquella otra exhortación que el escritor hace en el capítulo 4, cuando dice: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (v. 16). Allí hallamos un refugio al cual huir en medio de las tormentas de la vida; sin embargo, este "acerquémonos” es diferente, nos incita a ir a nuestro hogar para disfrutar bajo el calor de Su amor.
Un refugio es un lugar al cual huimos en tiempos de tormenta. Un hogar es un lugar donde nuestro corazón halla descanso. Todos conocemos a Cristo como refugio, sabemos ir a Él en medio de nuestras dificultades, pero cuán poco lo conocemos como la morada de nuestros afectos. De hecho, Cristo es “escondedero contra el viento, y como refugio contra el turbión … como sombra de gran peñasco en tierra calurosa” (Is. 32:2). Mientras atravesamos este mundo, con todo su sequedal, esterilidad y cansancio, es de gran bendición tener a Alguien a quien dirigirnos en búsqueda de aliento y descanso. Sin embargo, recordemos que si solo huimos a Cristo como refugio en tiempo de tormenta, corremos el peligro de soltarnos de su mano cuando las dificultades se acaben.
¡Ay! Esto nos sucede muy a menudo. Nos dirigimos a Él en la tormenta; lo olvidamos en la tranquilidad. Pero si nuestros afectos son atraídos a Él, justo donde Él está ahora, si vemos que su lugar en el cielo también es nuestro, entonces el cielo se convertirá en el hogar de nuestros afectos, el lugar donde podemos tener comunión con Jesús en una escena donde nunca entrará la sombra de muerte, y donde todas las lágrimas serán enjugadas.
Hamilton Smith