¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están podridas, y vuestras ropas están comidas de polilla … Habéis acumulado tesoros para los días postreros.
Es impresionante e impactante la forma en que la riqueza y la prosperidad han venido a identificarse con el cristianismo popular, incluso al punto de entretejerse dentro de ella. Ya sea el denominado «evangelio de la prosperidad», o más sútilmente, aunque igual de peligroso, en la búsqueda del «sueño americano» (Nota del traductor: aunque sea un término netamente estadounidense, marca en muchos sentidos a varias sociedades latinoamericanas y europeas), algo que ha llegado a caracterizar al cristianismo moderno.
La Palabra de Dios nos muestra algo bastante diferente. Cuando Cristo vino al mundo, esto le significó un descenso monumental desde el cielo, pero no solamente en su encarnación, sino que también “se hizo pobre” (2 Co. 8:9). Su familia fue pobre; eran galileos de Nazaret que ofrecieron lo que estaba prescrito para los pobres (Lc. 2:24; Lv. 12:8). Cristo vino a predicar el evangelio a los pobres, quienes siempre lo escucharon atentamente. Santiago escribió: “¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino?” y condenó a los que afrentaban al pobre (2:1-9). Proverbios 14:31 lo resume así: “El que oprime al pobre afrenta a su Hacedor”. Santiago continúa diciendo que si hacemos “acepción de personas (esto significa que respetamos a una persona sobre otra debido a su condición económica), pecamos. Debemos acordarnos de los pobres, no disociándolos de la predicación del evangelio (Gá. 2:10). Sin embargo, debemos ser cuidadosos y evitar un «evangelio social», porque los pobres siempre estarán con nosotros (Mt. 26:11).
Debemos contentarnos con lo que tenemos, porque el verdadero contentamiento se halla en la piedad (1 Ti. 6:7-9). ¡Es solemne considerar que Dios juzgara a los ricos que oprimen a los pobres en los últimos días! Los grandes mercaderes y empresarios se lamentarán cuando el Señor venga (Ap. 18:9-15).
Brian Reynolds