Caminó, pues, Enoc con Dios.
Enoc no simplemente caminó, él caminó con Dios. Y permítanme señalar que caminar con Dios es algo completamente diferente a Dios caminando con nosotros. Lo primero es el fruto de la fe y la fidelidad; lo segundo, es el fruto de la redención. Apenas Israel fue redimido de Egipto, Jehová comenzó a caminar con ellos. En la nube y en el tabernáculo, Dios se asoció con los desplazamientos de un pueblo que halló gracia a sus ojos y que Él mismo hizo apto para su presencia (Ex. 33:16).
Tan pronto como la obra de la redención se consumó en la cruz, y se confirmó por la resurrección, el Señor se acercó a caminar a Emaús con dos discípulos (Lc. 24:15). Es asombroso ver que Él se asocia con ellos, pues los ha hecho aptos para ser sus compañeros. Ciertamente estos dos discípulos no poseían una gran fe o inteligencia espiritual, sin embargo, Jesús pudo caminar con ellos aun cuando estaban lejos de estar calificados para caminar con Él. Nuestra seguridad emana de lo que Dios es por nosotros, y de lo que Él nos ha hecho para sí mismo. Ahora bien, disfrutar de estas verdades dependerá de la medida de nuestra fidelidad.
Caminar con Dios es otra cosa. Caminar con alguien implica que estemos juntos. Enoc, aunque estaba en la tierra, anduvo en compañía con Dios. Vivió una vida celestial, fuera de los principios que gobiernan las conductas del hombre; su andar se caracterizó por los principios que surgen de la comunión con Dios en el cielo. No podemos separar la comunión con Dios de nuestro andar, ambas cosas van de la mano (cf. Am. 3:3). Cuando caminamos con Dios, habrá un pleno acuerdo de pensamientos y objetivos entre Él y nosotros. Si caminamos con Dios, el resultado inmediato será que reproduciremos en esta tierra su carácter divino. Solo un Hombre ha hecho esto con perfección: Jesucristo. Su andar debe ser siempre nuestro modelo a seguir.
H. L. Rossier