[El Hijo] siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas.
Para ilustrar el poder de la Palabra de Dios, A. J. Pollock contó la siguiente historia de dos viajeros. «Ellos llevaban mucho dinero en sus bolsos, así que se turnaban para estar despiertos durante la noche, sosteniendo un arma cargada para resguardar su tesoro. Sin embargo, una noche, cuando se hospedaban en una lejana cabaña campestre, ambos decidieron dormir luego de haber visto a los dueños de la cabaña leer la Biblia y orar».
El poder que ejerce la Palabra en la vida de las personas se vuelve más evidente cuando comienzan a leerla. Cuando el rey Josías oyó la lectura de la Palabra de Dios, se humilló, buscando mayor dirección de parte de Dios, y entonces llevó a cabo reformas en su país. David, el dulce cantor de Israel, describe de la siguiente forma a la Palabra de Dios: “convierte el alma … hace sabio al sencillo … alegra el corazón … alumbra los ojos … permanece para siempre” … es verdadera y justa (Sal. 19). Dos personas desanimadas, que cambiaron su forma de pensar luego que Jesús les expuso las Escrituras, exclamaron: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?” (Lc. 24:32).
Hace algún tiempo me alegré al ver a una jovencita abrir su corazón a Cristo y convertirse en una hija de Dios luego de escuchar las Escrituras. Es el mismo gozo que han experimentado una multitud incontable de personas, lo que demuestra el poder de la Palabra de Dios.
“Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (He. 4:12).
“En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti. Bendito tú, oh Jehová; enséñame tus estatutos” (Sal. 119:11-12).
G. W. Steidl