Estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra.
¡Getsemaní! Esa noche Jesús oró agónicamente, tanto que su sudor era como grandes gotas de sangre que caían a tierra. Él vio lo que solo Dios podía ver. Contempló “el lugar de lejos”, donde solo Él podía ir, y se sometió a la voluntad del Padre, diciendo: “no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Luego, Él, la santidad personificada, se puso en pie delante de la turba. Su estandarte era el amor y la compasión que palpitaban en su corazón, incluso por aquellos que lo odiaban sin causa. Con su cuerpo aun bañado en el sudor de su angustia, y el beso del traidor aun marcado sobre su mejilla, Él fue conducido para ser juzgado por los hombres.
¡Gábata! Los soldados se reunieron a su alrededor para burlarse. «¿Rey? ¿Y su corona?», le dijeron, «entonces pongámosle una corona de espinas» «¿Rey?, entonces arrojémosle la capa de un soldado sobre su espalda ensangrentada» «¿Rey?, entonces démosle una caña para imitar un cetro real» «¿Rey?» ¿entonces dónde está su trono?» Y lo llevaron al Gólgota.
¡Gólgota! Allí horadaron sus manos y pies, clavándolo en el único trono que los hombres tenían para Él. Sin embargo, de esta misma raza de pecadores, millones de hombres y mujeres han acudido a Él; desde moradas de crueldad y hogares respetables, de antros de ignorancia y salones de educación; ¡y siguen viniendo! Su cruz y su amor han ganado sus corazones. Su belleza moral ha cautivado sus afectos. Para ellos, Él es todo deseable (Cnt. 5:16 LBLA). Ellos son suyos y Él es suyo por decreto eterno. ¿No es sorprendente que, por la fe, ellos se reúnen semana tras semana para anunciar su muerte? ¡Cuán precioso es recordar, con la más dulces de las tristezas, que Él dio su cuerpo y derramó su preciosa sangre, y poder hacerlo “hasta que Él venga”! “Tal es mi amado, tal es mi amigo” (Cnt. 5:16).
J. B. Nicholson