Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia.
Querido lector cristiano, imagina que viajas al principio de todo, antes de la formación del primer cuerpo celeste, al momento cuando el tiempo comenzó y Dios habitaba solo en la eternidad. Ahora piensa que, ya en aquel momento, ¡Él pensaba en ti y que su pensamiento era amor! Nuestro versículo fue dirigido a Israel, pero podemos aplicarlo a nosotros sin duda alguna.
Pensemos en la soberanía del amor de Dios. Él no nos atrae porque halla algo en nosotros, ni por nuestro pobre amor terrenal o algún tipo de bondad que haya previsto en nosotros. La gracia es el motivo de todo lo que Dios ha hecho. Desde el principio, su amor fue un amor infinito. El amor humano puede estar hoy y mañana ya no, pero el amor de Dios jamás cesará.
En medio de las frecuentes dudas de nuestros corazones incrédulos, de sentimientos tan cambiantes, deleitémonos en este precioso pensamiento. Hay una extensa cadena de amor inquebrantable que va de la eternidad hasta la eternidad. Meditemos en el maravilloso hecho de que Dios, en el principio, ya tenía clara nuestra felicidad futura y nuestra bendición celestial. ¡Sabía lo que tenía que hacer para atraernos a Él! Nos acerca por el poder moral de la cruz: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo…dando a entender de qué muerte iba a morir” (Jn. 12:32-33). Él mostrará “en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef. 2:7). Digamos todos: «Acércame Señor, y correré a ti. Muéstrame tu bondad revelada y manifestada en tu Hijo amado. Constríñeme a amarlo a Él y a ti, porque yo te amo a ti, porque tú me amaste primero».
J. R. MacDuff
Nos escogiste desde la eternidad
En tu Hijo amado, y fue tu voluntad
Siempre tenernos cual hijos en tu amor,
Santos, sin mancha a tu eterno loor.
W. Lewis