Cuando vino la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. Y a la hora novena Jesús clamó a gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? que traducido es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
Durante toda la noche, el Señor de gloria estuvo bajo el agresivo abuso de los líderes religiosos que habían conspirado para matarlo. Seguido a esto, se añadió un segundo juicio simulado delante de un juez romano, el cual proclamó Su inocencia, sin embargo, este ordenó que fuera azotado, y finalmente dictó la injusta sentencia de la crucifixión. Seguido a esto, los soldados romanos continuaron maltratándolo con escupitajos, burlas y daños físicos antes de finalmente clavarlo a la cruz. Este impactante odio, tanto de judíos como de gentiles; de autoridades seculares como religiosas; de gente común como de criminales condenados, no dejó de manifestársele una y otra vez. Ellos continuaron burlándose y despreciándolo, incluso cuando se encontraba colgando en aquel madero. ¡Qué clara, aunque intensamente triste, fue esta demostración de la ira del corazón humano hacia Dios!
Ante todo esto, ¡qué maravillosa e inefable es la humilde gracia y paciencia del Varón de dolores! Nadie puede comprender la calmada y quieta dignidad con la que soportó todas estas injusticias. Sin embargo, por más dolorosas y profundas que fueron estas cosas para Él, no se compararon en nada con la angustia de sus sufrimientos durante aquellas tres horas de tinieblas—de la hora sexta (mediodía) a la hora novena. ¡Ese grito de desamparo debe conmover cada corazón creyente hasta sus profundidades más íntimas! El inmaculado Señor de gloria debió llevar la maldición del insondable juicio de Dios para hacer expiación por nuestros pecados. Él hizo esto voluntariamente, con un amor maravilloso y sin igual. ¡Todo esto debe mover nuestros corazones a adorar a Aquel que es digno toda gloria y honor!
L. M. Grant
