Otra vez le llevó el diablo a un monte muy alto, y le mostró todos los reinos del mundo y la gloria de ellos.
El Evangelio de Mateo presenta al Señor Jesús como el Rey, el cual vino para cumplir las profecías de Dios. Mateo deja en claro que el Mesías vino para salvar a su pueblo de sus pecados y, también, para estar con los que confían en Él: es el Emanuel, Dios con nosotros (Mt. 1:21, 23). Como el Rey conforme a los pensamientos de Dios, el Señor fue verdaderamente “el Hijo de David”. Es por eso que Juan el Bautista lo reconoció públicamente como Aquel de quien había hablado Isaías (Mt. 3:3).
Aún más que eso, Dios mismo se identificó con Jesús cuando vino de Galilea, despreciado por los líderes judíos, para ser bautizado por Juan, y así cumplir toda justicia (Mt. 3:15). En aquella ocasión, la santa Trinidad—el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo—se reveló, y se oyó la voz del Padre decir: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mt. 3:17). Después de esto, “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el diablo (Mt. 4:1). ¿Por qué? Vemos a un Hombre por el cual los cielos fueron abiertos para proclamar que Él era el Hijo amado de Dios; ahora este mismo Hombre debía ser puesto a prueba. Cuando el diablo lo tentó, Jesús mostró quien era Él: un Hombre totalmente dependiente de Dios.
¡Qué contraste con el primer hombre, Adán, y sus descendientes! Jesús demostró que estaba calificado para ser el Rey de parte de Dios; sin embargo, su camino lo conduciría a través de sufrimientos, rechazo y desamparo. En un “monte muy alto” (un monte de prueba), el adversario de Dios, el tentador, le presentó «un atajo». Jesús podía obtener las glorias de un reino mundial sin tener que sufrir—¡tan solo debía postrarse y alabar al diablo! Muchos han tratado, y tratarán, de tomar este atajo, pero no el Señor Jesús. Él siempre puso los derechos de Dios en primer lugar: “Vete, Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él sólo servirás” (Mt. 4:10).
Alfred E. Bouter