El Señor Está Cerca

Miércoles
25
Agosto

Ruego a Evodia y a Síntique, que sean de un mismo sentir en el Señor.

(Filipenses 4:2)

El andar colectivo de los creyentes

Pablo amaba a los creyentes en Filipo y se regocijaban en el amor que ellos le tenían, pero veía que para ellos una cosa era amar y ser amable con un apóstol lejano, y otra muy distinta era estar de acuerdo entre ellos. Probablemente, tanto Evodia como Síntique habían contribuido en el don que Epafrodito le llevó a Pablo de parte de los filipenses, aunque ambas no estaban conviviendo en armonía entre ellas en su asamblea local. ¿Cómo podía suceder tal cosa? Se debía a una falta de abnegación. Una cosa es caminar solo, pero otra muy distinta es caminar con nuestros hermanos y hermanas, reconociendo en la práctica la gran verdad de la unidad del cuerpo, recordando que somos “miembros los unos de los otros”.

Somos miembros de un cuerpo vivo, en el que cada uno de noso­tros se relaciona con otros miembros, unidos por un vínculo que ningún poder terrenal puede romper. Hay una relación formada por la presencia del Espíritu Santo, el cual no solamente mora en cada miembro individualmente, sino que permanece en la Iglesia como aquel que ha unido a los miembros en un solo cuerpo. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, Cabeza viva en los cielos, y esto gracias a la presencia del Espíritu de Dios en ella. Somos llamados a caminar en el reconocimiento práctico de esta gran verdad, y esto demanda que renunciemos a nosotros mismos.

Si fuéramos simplemente creyentes solitarios, siguiendo cada uno el camino que hemos escogido, caminando a la luz de nuestro propio fuego (cf. Is. 50:11), entonces nuestro yo tendría cabida. Si Evodia y Síntique hubieran caminado solas, entonces no hubieran existido enfrentamientos ni disputas. Pero debían caminar juntas, y eso exigía que renunciaran a sí mismas. Debemos recordar que los cristianos no somos miembros de un club o una asociación humana; somos miembros de un cuerpo, unidos unos con otros, y todos uni­dos, por el Espíritu que mora en nosotros, con la Cabeza resucitada y glorificada en los cielos.

C. H. Mackintosh

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